Humanos
Alberto Moncada (especial para ARGENPRESS.info)
La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se produjo cuando
la sociología americana, la de los triunfadores en la segunda guerra
mundial, se hizo abrumadoramente funcionalista. El capitalismo
democrático, defendían, forma parte del entramado físico de la
convivencia, es poco menos que natural aunque caben en él pequeños
retoques fruto de la investigación. El modelo mejoró con el aporte
keynesiano, el bienestar público como corrector de la iniciativa
privada, pero los libros de Estructura social que estudiábamos en los
50 y 60 eran muy contundentes al negarse a aceptar muchas más
averiguaciones y muchas más intervenciones públicas.
Sin embargo, desde la Escuela de Frankfurt, y sus aliados ingleses y
franceses, se empezó a dar importancia a la teoría del conflicto como
clave interpretativa de la evolución social y a la necesidad de
democratizar el poder.
La cuestión vuelve a estar presente hoy cuando se nos quiere imponer
otro paradigma conservador, la sabia e inexorable racionalidad del
mercado que es un subterfugio para llamar al capitalismo de otra
manera como si el mercado fuera libre y no estuviera dominado por los
más poderosos, duchos en fraudes y chapuzas, especialmente financieros
y fiscales. Thomas Frank, en su reciente libro: "One Market under God"
ha explicado con sagacidad las falacias de esa explicación que muchos
economistas y no pocos sociólogos se tragan con cierta facilidad
aunque sea básicamente pueril. El modelo se basa en el principio del
"trickle down", significando que los gobiernos deben dar dinero y
libertades a los ricos que, de alguna manera "misteriosa", Frank habla
de la teología del mercado, terminarán llegando a los pobres. El
último informe del Population Reference Bureau documenta, entre otros
datos sobre carencias comparadas, que la mitad de la población mundial
vive con menos de dos euros al día y que la desigualdad básica sigue
creciendo. Pero ahora vivimos en la globalización, que cambia nuestras
perspectivas metodológicas.
La globalización es el tercer capítulo de la historia del capitalismo.
El primero fue el capitalismo de Estado, el colonialismo, ejercido por
Estados poderosos sobre otros más débiles, para apoderarse de sus
riquezas, generalmente mediante el uso de la fuerza. Es el caso de
España con América, de Inglaterra con la India o de Bélgica con el
Congo. El segundo capítulo lo constituye la protección de los Estados
a las empresas. Estados Unidos manda su Ejército a proteger los
intereses de la United Fruits en Centroamérica, dando origen a la
expresión "repúblicas bananeras". De otra manera, está en el origen
del golpe militar en Chile y siempre, en torno al petróleo, con la
crisis permanente del Oriente Medio. En la globalización, el tercer
capítulo, los protagonistas son las empresas multinacionales que gozan
de la protección del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional
y, especialmente, del Tratado Mundial de Comercio, para prevalecer
sobre los intereses de los Estados en los que van asentándose. Este
capítulo representa el momento de más amplia libertad del capital no
ya para franquear las fronteras sino para imponerse a los países cuyas
leyes laborales y ambientales vulneran. Esa libertad permite un
entramado organizativo que va desde la extraterritorialidad fiscal a
la creación de paraísos en los que esconder su dinero, pasando por la
sobre valoración del sector financiero y, siempre, por la explotación
de los países que recorren.
En la globalización hay un poder económico predominante, las empresas
multinacionales y dos poderes políticos, uno el constituido por esas
tres entidades, de escaso carácter democrático, a favor de las
empresas y otro, la ONU, cada vez más débil, objeto del antagonismo e
incluso del desprecio de los Estados Unidos, como prueba el episodio
de Irak. La ONU, depositaria de un poder legal internacional que le
permitiría ejercer de policía mundial y equilibrador de riqueza, con
entidades como UNICEF y otras, carece de medios y de legitimación real
para ejercer esas funciones y asiste, prácticamente inerme, al
creciente proceso de deterioro y desigualdad de la población y el
hábitat mundial.
La desigualdad no es solo Norte Sur. En Estados Unidos hay 48 millones
de habitantes sin seguro de enfermedad. Pero es en el Sur donde la
desigualdad y las carencias crecen. El Sida africano crece tanto por
la avaricia de las compañías farmacéuticas como la debilidad de los
sistemas sanitarios. La creciente película de Di Caprio, Diamantes de
sangre, pone de relieve como el contrabando de gemas, alentado por las
firmas especializadas, sirve para fomentar la inestabilidad política
de los países productores.
Y en cuanto al deterioro del medio y las prepotencias multinacionales,
los casos abundan. Mientras tanto las guerras, unas veces por motivos
prácticos, como la protección de los intereses petrolíferos y otras,
como la de Irak, con el resultado añadido de la creación de un enemigo
internacional, el terrorismo, como en su día fue el comunismo, ocultan
a la atención mundial esas carencias y desigualdades y siguen
favoreciendo el mantenimiento de una industria militar, cuya versión
americana permite considerar a los Estados Unidos como el apéndice
militar del nuevo poder económico global.
Frente a esta lógica capitalista, que todo lo fía al principio de la
libertad de mercados, y su corolario, la privatización, incluso de
servicios básicos, emerge la lógica de los derechos humanos, que
también ha tenido su evolución. Primero fue el reconocimiento de la
igualdad básica de las personas, con la abolición de la esclavitud.
Después, la protección de los derechos políticos de las minorías,
raciales, de género. Paralelamente surgieron los derechos
humanitarios, con la convención de Ginebra para prisioneros de guerra,
las víctimas de calamidades, etc. Y ahora, una tercera generación de
derechos básicos, a la salud, a la educación, a la vivienda.
Los derechos básicos incluyen los bienes comunes como la calidad del
aire que respiramos, del agua que bebemos y que debían concitar la
acción de los Estados y, finalmente, de la ONU, para impedir tanto la
privatización de esos bienes como la adopción de medidas coercitivas y
de control para hacer posible esa lógica de los derechos humanos hasta
ahora desatendida. Porque no se trata de que la educación, la salud o
la vivienda sean gratis. Muchos servicios los pagamos a través de los
impuestos, sobre todo los impuestos indirectos, que gravan al
ciudadano a lo largo de su vida y principalmente a los más pobres.
Tampoco se niega la utilización de tasas por uso de servicios
públicos, según el modelo tradicional de las llamadas "utilities", en
el modelo anglosajón. Lo que afirmamos es que los derechos humanos no
deben ser objeto de negocio, de especulación, deben estar "extra
commercium".
Es una confrontación inevitable entre ambas lógicas, la del mercado y
la de los derechos humanos respecto de la cual hay que tomar partido,
también como sociólogos. Muchos sociólogos jóvenes, como muchos
periodistas jóvenes, quieren triunfar pronto en la vida , hacerse
ricos cuanto antes y a tal fin trabajan para quienes más les pagan,
sin hacerse demasiada cuestión sobre las causas a cuyo servicio ponen
sus habilidades profesionales. De sobra sabemos que los poderes más
concluyentes no quieren que se sepa mucho sobre ellos y alquilan
gentes no tanto para explicar cuanto para disfrazar. Para los más
poderosos incluso la mejor información es ninguna y la mejor
situación, la opacidad de sus asuntos. Sociólogos y periodistas
servidores de los poderes colaboran en esos ejercicios de
simplificación mediática, "España va bien", a los que les gustaría
acostumbrarnos. Como es sabido, inmediatamente después de los
atentados del 11 de septiembre, Bush aconsejó a los neoyorquinos que
salieran de compras, como el mejor ejercicio de superación de la
tragedia. Quien le soplaría la idea? Un sociólogo amigo?
Los sociólogos debemos sentirnos cómodos en el análisis y defensa de
los derechos humanos seamos de derechas o de izquierdas. En cierto
sentido, algunos marxistas no se sentían cómodos con esa problemática
porque, para ellos, la defensa de los derechos humanos sería una
consecuencia de la toma del poder por la izquierda pero aparte de que
eso significa demorar "ad calendas graecas", los comunismos históricos
han violado tan gravemente o más los derechos humanos como los
capitalismos más puros del modelo chileno.
Abrazar la causa de los derechos humanos significa, simplemente,
ayudar a los que los necesitan bien porque no los disfrutan o porque
los tienen gravemente cercenados. Y los sociólogos estamos
especialmente dotados para ello, al ser la profesión que tiene mayor
información sobre las causalidades sociales y una metodología de
análisis ya muy depurada. El paso siguiente, comprometerse en esa
causa, resulta casi inevitable sin necesidad de ampararse en
definiciones políticas previas.
El problema con la protección de los derechos humanos es su dificultad
legal y económica. Hay más de trescientos documentos internacionales y
nacionales sobre protección de derechos humanos. Pero muchos no se
cumplen, bien por inacción de los Estados, por ausencia de autoridad
internacional ejecutiva y, en la mayoría de los casos, por falta de
dinero.
Por señalar un solo ejemplo, los niños. Aunque existe una Agencia
Internacional, UNICEF, para su atención, más de 25.000 niños menores
de cinco años mueren al día por desnutrición, falta de agua potable,
malaria, la mayoría en países pobres. Los estudios sociológicos ponen
de relieve la relación de esta tragedia con problemas estructurales de
la comunidad internacional y se hace necesario seguir llamando la
atención al respecto desde una posición profesional comprometida.
En Sociólogos sin fronteras proponemos que los derechos humanos sean
la base de la deontología del sociólogo, de nuestro compromiso moral.
En este sentido decíamos que si un sociólogo americano recibe el
encargo de analizar si la pena de muerte sirve para combatir el
crimen, después de concluir que no, como es obvio, tiene que añadir
que, además, es una violación de los derechos humanos. Claro que si el
encargo se lo hacen en Texas o en Nevada, o en China o en Kuwait puede
que no le contraten más. En cierto momento de la vida hay que elegir
entre dar coba a los poderosos o amargarles la fiesta y si hacemos
nuestra la deontología propuesta, nos deberíamos inclinar por la
segunda opción, al menos si no estamos muy apretados de dinero.
Margarita Stolbizer escribió una nota.
0:02