Chile es el país de América Latina donde menos se valora a Francisco y a la Iglesia católica, y que más fieles perdió: el acompañamiento de la gente fue claramente menor del que se esperaba, sus palabras no tuvieron el habitual impacto y tampoco se acallaron las críticas.
Existe un factor de fondo: la pérdida de la religiosidad de la sociedad chilena, un fenómeno drástico de las últimas décadas, que no se verificaba –al menos con esa intensidad- cuando estuvo aquí hace casi 31 años Juan Pablo II. A contramano de América Central o Brasil, donde la Iglesia católica pierde fieles a expensas de las iglesias evangélicas, en Chile –si bien hay un cierto
avance evangélico- su principal desafío es el ateísmo y el agnosticismo. Y, en este sentido, empieza a “competir” con Uruguay, el país menos religioso de la región.
El cambio cultural en Chile –un países de trayectoria católica, a diferencia de Uruguay- es, pues, el gran problema de fondo de la Iglesia católica y, por cierto, de las demás religiones. ¿Es un proceso que se ceñirá a los chilenos o que abarcará a otros pueblos en la medida que los jóvenes –los menos religiosos– lleguen a adultos y haya cierta mejora económica como en el país trasandino?
Con todo, no hay que desdeñar que Francisco congregó 400 mil fieles en el parque O’Higgins de Santiago, que cautivó a los fieles más comprometidos, que tuvo gestos muy simpáticos como casar a dos tripulantes en pleno vuelo a Iquique. Acaso el saldo del viaje exija ahora una mirada en mayor perspectiva.
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